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En agosto de 2005 se celebra el cincuentenario de la muerte del
gran escritor alemán Thomas Mann (1875-1955), y una nueva traducción
castellana de la que acaso sea su mejor obra es un adecuado homenaje.
Hasta ahora contábamos con una sola versión de La Montaña Mágica
debido a la pluma del escritor mallorquín Mario Veradaguer, publicada
en 1934 y reeditada sin cesar en España y Sudamérica por varias
editoriales. Pero se trata de una traducción deficiente -quizá vertida
del francés-, desarreglada y chirriante; aunque ello no impidió
que cuantos la leímos hace veinte años quedáramos encantados con
esta colosal novela. Sólo más tarde, al acceder al texto en su idioma
original, descubrimos a ese Thomas Mann que maneja el lenguaje con
la incisiva precisión de un cirujano, al perspicaz observador de
la realidad, digo heredero de Dostoievsky y Tolstói, y advertimos
lo mediocre de aquella traducción castellana.
Ahora, la entusiasta Isabel García Adanes (traductora también de
Heine y Klaus Mann, entre otros) presenta un trabajo soberbio: el
lector puede estar seguro de tener en sus manos al verdadero Thomas
Mann en perfecto castellano y sin perder un ápice de su propio estilo
original. Su intensa escritura, sensible y detallista, cargada de
ironía, de gracia y hasta, a veces, de una pedante seriedad, queda
reflejada a la perfección en esta nueva versión que deja obsoleta
a la de Verdaguer (Edhasa continúa editándola en bolsillo, un contrasentido
lamentable). Adanes ha conseguido la mejor versión posible de esta
obra señera de la literatura universal, una maravilla que revela
a la perfección las sutilezas a las que se presta una obra tan sencilla
como original.
Hans Castorp, un joven de 22 años, estudiante de ingeniería náutica
y de familia adinerada, visita a su primo Joachim Ziemssen, un militar
de su misma edad, en la ciudad alpina de Davos, donde este último
lleva varios meses como paciente en el sanatorio del doctor Behrens
(a 1.530 metros de altitud) para curarse de su incipiente tuberculosis.
En visitante tiene previsto permanecer tres semanas en el sanatorio,
en el que tendrá que vivir según el plan que rige la vida cotidiana
de los internos, pero se quedará allí ¡nada menos que siete años!
Algo insólito. ¿Qué le ocurre? ¿Qué lo seduce tanto como para permanecer
en la montaña, en aquel "mundo de arriba" semejante periodo de tiempo?
Sencillamente, la vida en ese universo poblado de enfermos y moribundos;
esa actividad cotidiana consistente en comer cinco veces al día,
pasear por los alrededores del establecimiento y reposar en el balcón
respirando aire puro y midiéndose la temperatura. Una existencia
marcada por una lógica distinta a la que rige en el valle, en "el
mundo de abajo", poblado por las personas sanas. El hospital de
Davos es el reino de la enfermedad y la muerte y, a la vez, el de
la ociosidad y la seducción. Pronto se inicia en las reglas del
juego de aquel Hades dominado por el enérgico doctor Behrens y su
tétrico ayudante, el psicoanalista Krokovski -Radamante y Minos,
respectivamente-. Ellos juzgan quién debe permanecer arriba, quién
se ha curado y puede volver al mundo de abajo y quién no tiene salvación.
Castorp se transforma pronto en uno de los habitantes más acoplados
al nuevo universo, en el que puede entregarse al ensueño y a la
reflexión, al conocimiento tanto de la muerte como de la vida.
Pero hay algo más que encadena al "héroe" -así denominado por Mann
con ironía- a ese lugar alpino en el que nunca pasa nada (el reino
de la "eternidad estática"), donde el tiempo deja de medirse en
proporciones cotidianas: el amor por madame Chauchat, una exótica
paciente llegada del Cáucaso, de "ojos tártaros" y "andares de gata"
que le inspira una pasión casi imposible, trenzada de vehementes
anhelos tanto como de dulces y oscuros recuerdos homoeróticos. Por
ella, en un reflejo mimético, masoquista y gozoso, Castorp terminará
incluso por contraer la tuberculosis, el salvoconducto para permanecer
entre la sociedad de muertos potenciales indefinidamente. Esta historia
de amor (simbiosis entre Eros y Tánatos) resultará quizá insípida
para los gustos actuales, pues salvo un encuentro íntimo en la noche
de Carnaval entre el joven y la bella Clavdia convertida en Lillith,
la relación pertenece al reino de los deleites imaginarios y caballeresco.
Es estupendo, por cierto, el extenso diálogo amoroso en que Castorp
se declara, transcrito en francés, y hubiera sido de agradecer la
traducción a pie de página.
Muchas más cosas hay en este libro además de esa relación. Por ejemplo,
puede leerse como una macabra radiografía del espíritu burgués dominante
en esa época europea que Stefan Zweig llamó "el mundo de ayer".
Castorp, "un joven mimado por la vida" con "talento para la enfermedad"
encarna el suave nihilismo ilustrado, la indiferencia del burgués
hipersensible y esteta hacia los problemas reales, obnubilado por
lo teórico y fantástico, actitudes nada inocentes frente a las convulsiones
ideológicas posteriores.
Doce años tardó el autor de Los Buddenbrooks en escribir las historia
de Castorp (desde 1912 hasta 1924); a veces se abatía tremendamente
porque era incapaz de terminarla, la abandonaba o añadía y tachaba
capítulos y escenas sin cesar; pero el estallido de la I Guerra
Mundial le ofreció el anhelado final que confería unidad al conjunto:
también el anestesiado habitante de la mágica montaña tendría que
abandonar su indolente mundo de arriba y regresar al de abajo para
dejarse matar como un verdadero héroe de su tiempo -del tiempo de
verdad-, apasionado ya, pero tan absurdo como tantos otros.
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