|
En 1987, al terminar la Guerra Fría, el primer Bush, el presidente
George Herbert Walker Bush, habló con elocuencia pertinente acerca
de la posibilidad de crear "un nuevo orden internacional". Y tenía
razón. A partir de esa fecha, todo el mundo clama por un nuevo estatuto
que ordene de manera generosa y eficaz el trato entre las naciones
en el siglo XXI.
Antecedentes. No será esta la primera vez que una nueva realidad
demande una nueva legalidad. Desde 1625, el holandés Hugo Grocio
había establecido los cimientos del derecho internacional moderno.
En la Edad Media, la guerra era la norma y la paz la excepción.
Grocio puso de cabeza la proposición medieval. De ahora en adelante,
la paz sería la regla y la guerra la excepción. Pero ya antes de
Grocio, el español Francisco de Vitoria había visto la necesidad
de una legislación que, a partir de la conquista de América, estableciese
las normas de conducta de los nuevos Estados-Nación del Renacimiento.
La primera globalidad -la que develaron Magallanes y Colón- requería
de una legalidad que sujetara las ambiciones coloniales, las rivalidades
dinásticas y, sobre todo, los conflictos religiosos entre las naciones
de Europa. La sangrienta Guerra de Treinta años sólo culminó con
la paz de Westfalia de 1648, primer ordenamiento de la comunidad
internacional basado en el balance de las fuerzas políticas a partir
del principio cuis regio, eius religio: el Príncipe determina la
religión del Estado. Este modus vivendi fue puesto de cabeza, a
su vez, por la Revolución Francesa, que acabó con el antiguo régimen
de la monarquía absoluta y otorgó soberanía, no sólo a los Estados,
sino a los pueblos. La transformación social y política de la Revolución
culminó con el Bonapartismo. Napoleón le dio sustancia económica
y código jurídico al ascenso de una nueva burguesía y, al disolver
los gremios medievales, libró a la clase obrera a la voracidad del
capitalismo triunfante. Sobre todo codificó la nueva legalidad de
una nueva realidad.
La caída de Napoleón permitió a las fuerzas de la Restauración legitimista
recobrar aliento en el Congreso de Viena (1815). Pero el orden restaurado
hizo caso omiso de la verdadera realidad que debía imponerse a la
legalidad reaccionaria. El ascenso de la burguesía, la revolución
industrial y los reclamos nacionalistas eran el nombre de la nueva
realidad que se fue imponiendo a través de los movimientos de 1848
y la legislación del trabajo, la creación de sindicatos y la atención
prestada a lo que Ferdinand Tonnies llamase "la cuestión social".
Que la nueva realidad económica y social no había alcanzado a exorcizar
los demonios políticos lo demostró la Gran Guerra de 1914-1918.
Disminuidas en sus atribuciones internas, las grandes potencias
occidentales salieron a combatir por sus privilegios coloniales.
Millones murieron en el Marne y Verdún para que Francia, Bélgica
e Inglaterra se repartiesen el pastel colonial, Alemania perdiese
el suyo y dos imperios, el otomano y el austrohúngaro, pagasen la
derrota con la parcelación nacionalista de sus territorios en los
Balcanes y la Europa Central.
El Tratado de Versalles fue, después de Westfalia y Viena, el tercer
gran intento de ordenar al mundo de acuerdo con la ley. Ley arbitraria
que desmembró unidades europeas precedentes en nombre de la autodeterminación
de los pueblos, excluyendo de este principio al mundo colonial del
Medio Oriente, Africa y Asia. En 1919, Ho Chi Minh pidió inútilmente
audiencia al Presidente Wilson en Versalles, a fin de incluir a
Indochina bajo el principio de autodeterminación. Wilson, al negarse
a recibir al joven líder vietnamita, preparó la derrota colonial
de Johnson y de Nixon medio siglo después...
Versalles fue un fracaso. Fue el telón de la Primera Guerra y anuncio
de la Segunda. Los nacionalismos exaltados en Versalles dieron alas
al nacionalismo fascista de Mussolini en Italia y al nacional-socialismo
de Hitler en Alemania. Las excesivas cargas impuestas a Alemania
por Versalles hundieron la posibilidad democrática de la República
de Weimar y prepararon el ascenso de Hitler. El nacionalismo le
dio un perfecto disfraz a Stalin para cubrir con la manta del patriotismo
ruso la realidad represiva de la URSS.
La Segunda Guerra (1939-1945) ofreció la más reciente oportunidad
para estructurar en serio un nuevo orden internacional. Creación
de los presidentes norteamericanos Franklin D. Roosevelt y Harry
S. Truman, la Organización de las Naciones Unidas estableció principios
que han soportado la usura de tiempo y las excepciones, a veces
brutales, impuestas por la Guerra Fría. Pero como dijo el secretario
general (1953-1961) Dag Hammarskjold: "La ONU no fue creada para
llevarnos al cielo, sino para salvarnos del infierno". Corea y Vietnam
fueron infiernos. Lo fueron Centroamérica y el Cono Sur. Lo fueron
Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Pero la crisis de octubre de
1962 demostró los alcances de la diplomacia, hábilmente manejada
por Kennedy y por Kruschef. Y a pesar de los conflictos localizados,
el temor del holocausto nuclear le dio a la ONU virtudes de foro
indispensable y exorcizante.
Actualidades. Dos principios sobresalientes vertebraron el orden
internacional a partir de 1945. El multilateralismo como base de
cooperación. Y la interdicción de la guerra preventiva a favor de
la negociación diplomática hasta el límite de la guerra autorizada.
Con todos sus defectos, este orden prevaleció mientras el mundo
se dividió, políticamente, en dos grandes bloques. Al desaparecer
la URSS, los EE.UU. quedaron, por primera vez desde el Imperio Romano,
como única gran potencia. Con la gran tentación: ¿Cómo emplear el
poder? Clinton lo hizo con gran mesura. Bush, con total desmesura.
Y no sólo a partir de la agresión terrorista del 11 de septiembre.
Desde que tomó posesión, Bush indicó su profundo desprecio por los
acuerdos internacionales sobre el medio ambiente (Kyoto) o la justicia
internacional (la Corte Internacional de Justicia). Al-Qaeda vino
a darle el pretexto que necesitaba. La lucha contra el terrorismo
lo justifica todo, dentro y fuera de los EE.UU. Los EE.UU. son la
última gran esperanza de la humanidad, dijo Bush: Con nosotros o
contra nosotros. Los EE.UU. se rigen por sus intereses nacionales,
no por los de una "ilusoria comunidad internacional", declaró Condoleezza
Rice.
Hoy -principios del 2005- el discurso ha cambiado. Irak es un pantano.
El vacío dejado por la caída de Sadam lo han ocupado todos los terroristas
que antes no entraban a Irak. Hubo elecciones que los EE.UU. necesitaban
para justificar la caída del tirano y la presencia de tropas de
ocupación engalanadas como tropas de liberación. Los iraquíes votaron
para señalar que se podían gobernar solos. Pero la guerra civil
latente, las hondas diferencias étnicas, religiosas, tribales, pronostican
la permanencia sine die del ejército norteamericano. ¿Aceptaría
Bush el paso que hace falta: el plebiscito nacional iraquí sobre
la permanencia o salida de las fuerzas de ocupación?
Condoleezza Rice hizo el viaje a Europa con un saco de cenizas en
la cabeza. Fue una admisión de errores acumulados desde 2002. Bush
vino a remendar una alianza atlántica que sólo él quebró. Alemania,
Francia y luego España no votaron contra los EE.UU. Votaron a favor
del derecho. Votaron a favor de la ONU conculcada por el sabotaje
a las inspecciones de armas, y el descubrimiento de que no había
tales. Bush, en cambio, descubrió que era fácil tumbar a Sadam y
difícil ocupar a Irak. Corea le pinta violines a Washington. Y por
más ruido que haga la Casa Blanca contra Irán, la razón indica que
los EE.UU., a menos que medie un ataque nuclear contra Teherán,
carece hoy de los elementos suficientes para una segunda ocupación
en Medio Oriente.
Perspectivas. Por todo lo dicho, vuelve al tapete el tema del nuevo
orden internacional proclamado por Bush padre. Disminuido el orgulloso
poder de los neocons gringos, empantanados los EE.UU. en Irak, capturados
también por sus excesos retóricos, los EE.UU., se enfrentan hoy
a la prueba siguiente: ¿Van a contribuir a la creación de un nuevo
orden internacional? ¿O van a empeñarse en el fatídico orgullo del
unilateralismo, la guerra preventiva, el maniqueísmo selectivo?
No basta la retórica de la democracia y la libertad invocada una
y otra vez por Bush. ¿Alienta la Casa Blanca a que los pueblos derroquen
a los autoritarismos amigos de Egipto, Pakistán y Saudi Arabia?
¿Se dan cuenta de que una insurrección contra los autoritarismos
árabe o egipcio pondría en el poder a los islamistas antinorteamericanos?
Para salir del berenjenal de su propia hechura, los EE.UU., si no
hoy, mañana, habrán de dar su apoyo a la agenda de un nuevo contrato
internacional, el contrato de la ONU para el milenio, cuyos capítulos
imprescindibles serán ecología, calentamiento global, erosión, derechos
de las mujeres, derechos de las minorías, programas de desarrollo
para la educación y la salud, combate al hambre y por encima de
todo, afirmación de un Estado de Derecho Internacional cuyo brazo
ejecutivo es el Consejo de Seguridad y su brazo judicial, la Corte
Penal Internacional.
Bastaría enumerar los contenidos de este contrato para saber quién
es quién. Bastaría aprobarlo para llevar a buen puerto, como lo
ha indicado Felipe González, un orden internacional creado por todos,
no por la supremacía de los Estados Unidos de América.
El mundo de hoy ha sufrido un cambio histórico tan grande como el
del pasaje de los feudalismos medievales al Estado-Nación renacentista,
como el de la soberanía del monarca a la soberanía del pueblo, como
el del ascenso de la burguesía a la legislación de los derechos
del trabajo, como el de los nacionalismos agresivamente unilaterales
al orden jurídico multilateral.
En una reciente conferencia, el siempre lúcido Bill Clinton le pidió
a su audiencia: "Por favor, por favor, imaginen el día en que los
EE.UU. ya no sean la única gran potencia..."
Si no ahora, entonces dentro de cuatro años, los Estados Unidos
de América tendrán que optar: solos aunque mal acompañados, o unidos
pero bien acompañados. El futuro va en ello.
|
|