Muchas de las críticas que se hacen a Europa, sean de izquierdas o
de derechas, parten del supuesto de que en la sociedad y en la política
europea es posible dar marcha atrás para volver a la situación idílica
de los Estados nacionales individuales. Por doquier se pueden oír
los lamentos quejándose de que Europa es una burocracia sin rostro,
que Europa destruye la democracia, que Europa acaba con la individualidad
de las naciones. En esta crítica, aunque se formule sin matizaciones,
hay algo de verdad; lo que la hace problemática es que parte de supuestos
equivocados y que queda atrapada en una falsa alternativa. Naturalmente
que la política de la Unión Europea y su imperfecta democracia puede
y debe ser criticada. Pero esta crítica es insuficiente porque parte
de un principio ontológico nacional: sin nación no hay democracia.
He aquí el error en la lógica basada en el Estado nacional, aunque
no en lo que es la realidad de Europa, ya que una Europa posnacional
habrá de ser, para mantener la lógica del concepto, una Europa posdemocrática.
Siguiendo esta lógica, el lema resultante sería: "Cuanto más UE, menos
democracia" (Ralf Dahrendorf).
Esta argumentación es falsa por una larga serie de razones, y en ella
puede ponerse en evidencia también la cortedad de miras del enfoque
puramente nacional: en primer lugar, sus representantes no se dan
cuenta de que la vía europea a la democracia no es idéntica y no puede
ser idéntica al concepto y a la vía del Estado nacional individual
a la democracia que ellos mismos emplean como criterio para juzgar
a la Unión Europea. La europeización es algo distinto categorialmente,
lo que ya es evidente en que la UE está formada por Estados democráticos,
pero no es en sí misma un Estado en el sentido convencional, sino
un Empire del consenso y del derecho. Con ello, en segundo lugar,
se abre la cuestión de si los modelos de democracia desarrollados
para el Estado moderno son realmente aplicables a la UE o bien si
para lograr la legitimación democrática de la política europea no
sería necesario desarrollar unos modelos de democracia distintos,
postnacionales.
Ambas cosas, la definición dogmática de la vara de medir democrática
y el hecho de que la vía histórica especial hacia una democratización
de Europa, todavía indudablemente muy insatisfactoria, no sea bien
reconocida, tienen su causa en la impostura nostálgica que eleva lo
nacional a categoría absoluta. Ésa es la razón por la que predomina
la idea y deseo del retorno al Estado nacional de toda la vida, y
no sólo en la estrecha mentalidad más reaccionaria. También algunos
de los espíritus más cultivados y mejor formados y las teorías políticas
más elaboradas se aferran a esta fe en el Estado nacional. Mientras
Europa y sus antiguos Estados nacionales se unifican, se mezclan y
se compenetran, es decir, mientras en las antiguas sociedades nacionales
europeas prácticamente ya no queda un solo rincón libre de Europa,
en algunas mentes sigue rigiendo con mayor fuerza si cabe la imaginación
nostálgica de la existencia de una soberanía estatal individual que
se convierte en una especie de aparición fantasmal sentimental o en
un recurso retórico en el que encuentran refugio los espíritus sumidos
en la perplejidad o en el temor. Y sin embargo, no hay vuelta atrás
hacia el Estado nacional individual en Europa, pues todos sus actores
están ya ligados a un sistema de dependencia mutua del que no podrían
librarse más que a un coste extremadamente elevado. Después de cincuenta
años de europeización, los Estados y sociedades individuales ya sólo
tienen capacidad de acción dentro de la síntesis europea.
La segunda impostura, la neoliberal, muy extendida en Europa, parte,
al igual que la impostura neonacional, del supuesto de que es posible
y suficiente con integrar económicamente a Europa. Según esto, una
integración social y política que llegara más allá sería no sólo superflua,
sino incluso perjudicial. Según esta proposición, Europa no debería
ser más que un gran supermercado que siguiera exclusivamente la lógica
del capital. Con ello, obviamente se deja de percibir que entre la
neoliberalización y la neonacionalización de Europa existe y actúa
una relación condicional subyacente. La creación de un mercado europeo,
de una unión monetaria europea y, de manera incipiente, de un orden
jurídico suprime precisamente la noción de subsidiariedad que ha dado
legitimidad a este proyecto europeo ante la perspectiva nacional de
la gente, generando en muchas personas reacciones defensivas de carácter
nacionalista. Porque la retórica de la capacidad competitiva global
ha impregnado la modernización europea. Bajo la bandera de la "integración
de mercados" se ha desencadenado un proceso de modernización supresora
de fronteras y principios fundamentales que tiende a abolir las premisas
nacionales individuales de la democracia parlamentaria, del Estado
social y del compromiso entre las clases sociales. El discurso sobre
las "reformas" pierde vigor, convirtiéndose en el de la progresiva
eliminación de la regulación en los mercados.
La evolución neoliberal de Europa se apoyó mucho tiempo en el consenso
de las élites europeas, pues desde un principio se había pensado y
se había practicado la cooperación de mercados regulada de manera
supranacional como vía para la conciliación de intereses. Ponerse
de acuerdo en este mínimo común denominador económico y superar las
fronteras nacionales con la "fuerza de la economía" condujo, en el
momento en que se generalizó como la patente neoliberal que solucionaría
el asunto, a que los fundamentos sociales y políticos del proyecto
europeo se quedaran subdesarrollados. Es cierto que la izquierda europea
ha apelado a los capítulos sociales del Tratado de Maastricht con
los que se pretende defender la justicia social contra el poder de
la economía. No obstante, los principios de la racionalidad económica
operan con su dinámica en un sentido diametralmente opuesto: las posibilidades
de control y configuración estatales son reducidas al mínimo y los
Estados miembros son obligados a realizar una política financiera,
económica y fiscal que les deja con las manos atadas. Lo más doloroso
es quizá la ausencia de medios eficaces para combatir el desempleo,
como no sea a base del método milagroso preconizado por los neoliberales
de reducir el papel del Estado. En la Europa neoliberal la eliminación
de los déficit presupuestarios y el principio de la estabilidad de
los precios se han convertido en el criterio principal para juzgar
si la calificación como miembro mejora o empeora.
Una Europa semejante, neoliberal y reducida a un mínimo, no tiene
sentido económicamente ni es realista políticamente. Los mercados
no se constituyen sólo políticamente, también necesitan de permanentes
rectificaciones políticas para poder funcionar con eficacia. Si tales
políticas de rectificación de los defectos del mercado no son posibles
a escala europea o no se desea aplicarlas, entonces lo que sufre a
largo plazo no es sólo la economía europea, sino el proyecto de Europa
en su totalidad. Pues las contradicciones y las imperfecciones de
la Europa neoliberal y reducida a un mínimo no pueden neutralizarse
políticamente, sino que, más bien al contrario, son denunciadas por
el populismo de derechas en auge e instrumentalizadas políticamente
por éste. La fuerza del populismo descansa en no pequeña medida en
la impostura neoliberal que pretende que se puede realizar Europa
como una Europa apolítica de los mercados que dejaría indemnes las
estructuras sociales de los antiguos Estados individuales. Tras la
ampliación al Este y en la discusión sobre la Constitución se ha descubierto
esta impostura de los europeos porque el declarado propósito de seguir
avanzando en la integración significa para una Alemania y una Francia
debilitadas económicamente una competencia molesta, y porque los verdaderos
problemas se encuentran en la periferia de la UE, en la relación con
los Balcanes, con la Europa del Este post soviética y con el mundo
árabe y musulmán.
Europa precisa de la crítica, sin lugar a dudas, pero no de una crítica
ciega a la realidad y nostálgica, basada en imposturas. Necesitamos
una teoría crítica de la europeización que sea al mismo tiempo radicalmente
nueva sin salirse de la continuidad del pensamiento europeo y de la
política europea. Esta teoría debe llevar a sus últimas consecuencias
un principio muy simple: las soluciones comunes dan mejor resultado
que si cada país va por su cuenta. La Europa de la diferencia no pone
en peligro, sino que renueva, transforma y abre las naciones y Estados
de Europa a la nueva era global. Una Europa semejante puede incluso
convertirse en una esperanza para la libertad en un mundo turbulento.
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